El bullicio sin cesar que se oye en toda la escuela lo desesperaba. Los niños de su edad saltaban, gritaban, peleaban o podían pasar horas y horas chocando carritos y muñecos, pero él… él se alejaba de todo. Sus únicos amigos eran un árbol, un cuaderno y un lápiz.
Manuel, es un niño de 8 años, un ser bastante extraño para el resto de sus compañeros. No es un anti-social, simplemente disfruta y ve a la vida de diferente forma. Aprecia cada elemento que lo rodea y ve en ellos algo que nadie más ve.
Recuesta su espalda sobre el tronco del árbol, un suspiro se escapa, descansa unos segundos, mira el cielo, luego cierra los ojos, una sonrisa se dibuja en su rostro y nuevamente abre los ojos. Saca su cuaderno y su lápiz. Observando las realidades conjuntas inicia escribiendo palabras al azar, pero el timbre de fin de receso lo interrumpe.
En el aula de clases, se dirige hacia su pupitre, se apoya sobre él y observa al resto, pero su mirada atiende con expectación a una niña de la tercera fila. El resto se pierde, sólo ella existe. Manuel deseaba expresar todo lo que pasaba en ese momento pero no sabía como empezar y pensó que la lluvia de ideas para un poema sería lo mejor para dejar salir lo que en su alma alborotaba.
Pasaron días y ni un solo verso creaba, aquel poema definitivamente no se dejaba escribir.
–¿Qué me pasa? – Se preguntó Manuel.
Pensó que tal vez tenía la mente bloqueada, pero ¿por qué cuando escribía sobre otros temas le era más fácil? Él no lo entendía.
– ¡Le declaro la guerra a este poema! – pensó con gran furia el pequeño Manuel.
El último día de clases de la semana, como siempre Manuel llegaba temprano por la niña de la tercera fila, quienes sus padres no podían dejarla más tarde porque tenían que ir a trabajar. Él apoyado en el pupitre escuchó los inconfundibles pasos de aquella niña. Mientras ella iba a su mesa, él sacó de su pupitre una rosa de color amarillo y se la entregó. Ella lo recibió, lo miró y le sonrió. Se escuchaban un grupo de pasos y risas que se acercaban al aula, Manuel regresó a su asiento.
Él estaba feliz, la palabras comenzaron a fluir en aquel poema, un poco de inspiración ayudó. Pensó que si al fin le declaró la guerra a aquel poema que no se dejaba escribir, su principales fusiles serían las rosas.
…y es que jugó la guerra de los hombres
haciéndose un fusil
de cada cosa que no fuera un fusil,
ese día se armaba de una rosa
el fusil del poeta es una rosa.
Mi Manuel en cambio siempre tuvo inspiración. Siempre escribía algo a la chica de la tercera fila, pero casi nunca se lo entregaba
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Que hermoso, yo creo que todos tenemos algo de Manuel, lo importante es vencer el miedo y dejar que las ideas fluyan…buenazo tu cuento…como siempre!
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Pienso que la niña se llamaría Julieta…
Ese poema-canción se la dedicó Chabuca al poeta y guerrillero Javier Heraud, quién jugó la guerra de los hombres y murió acribillado a los 21 en el río Madre de Dios.
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